lunes, 22 de abril de 2013

Búscate otra pagafantas



Querido amor mío:


“Ya no te quiero;
pues claro que te quiero
y te echo de menos,
te quiero más que antes,
creo;
“No estoy contigo
porque no puedo estar con nadie
porque tengo que aprender
a quererme...
“No estoy contigo
porque no estoy enamorado de ti,
porque no me queda nada más
que darte...
“Pero quédate a mi lado, mi gran amiga mía,
nadie me da lo que tú me das, como tú lo das,
con esa luz, ese cariño, esa comprensión,
con esa inteligencia, esa pasión y ese arte.
“Sexy, te veo sexy.
Tengo que contenerme
para no besarte, tocarte...
No, no me tientes linda,
que eres muy linda
y tierna y preciosa.
“Eres genial, única, nadie como tú.
Gracias de todo corazón por todo lo que me das;
no cambies nunca. 
“No sé qué siento,
no sé qué decirte:
si te miento te duele,
si te digo la verdad también.
¡Claro que no hay,
ni ha habido,
nadie importante en este tiempo!
“Te prometo
que si aparece alguien te lo diré,
te prometo
que no hay musas concretas.
“Sí, lo reconozco: te mentí.
Te mentí muchísimo.
Había alguien, pero no quería hacerte daño
y ahora te estoy haciendo más daño aún.
A ti, a ti,
que eres tú
y te quiero tanto.
“Nunca me perdonaré.
Pero tú: ¿podrás perdonarme?
¿Lo harás? Dime que lo harás.
“No debería decirlo, no,
no, no, no, sí,
a veces pienso en volver contigo,
lo reconozco,
pero otras no lo siento así.
“¿No soy un buen amigo?
Voy a demostrar
que puedo serlo,
te lo juro por-
que te lo mereces por
encima de todo y de todos
nadie lo merece
más que tú.
“¿Crees que yo no sigo aquí por lo mismo?
¿Crees que yo no sigo aquí porque
tal vez, quizás, remotamente, evidentemente,
yo qué sé por qué
también quiero volver contigo?
 “Pero no me esperes,
no sé si volveré.
¿Volver dentro de diez años?
O menos, quizás
dentro de muchos menos
linda...”



Por todo ello, se despide de ti,

Valentina.

domingo, 13 de enero de 2013

Los malos días de Valentina


Valentina se quedó loca.

Una hostia bestial e inesperada en el jeto hizo que su cabeza diera una vuelta sobre sí misma. A pesar del impacto y tras el giro, la cabeza volvió a su sitio. Sin embargo, el cerebro más o menos cuerdo que albergaba en su interior se desorientó. Y no había habido manera de reubicarlo desde entonces.

Cuando su cerebro vibraba demasiado, Valentina se echaba un cigarro descalza en las escaleras del patio y mientras, pensaba.

Parecía que había sido ayer cuando Miles le había enseñado a liar cigarros en el parque. Qué casualidad que desde entonces los suyos parecieran más trompetas que flautas...
Aquel día, sentada en las escaleras del patio, liaba una de sus trompetas mientras recordaba noches de verano en las tumbonas, ceniceros rotos, divagaciones y juicios sobre la vida... Risa le daba y también llanto estruendoso pensar que fumaba para no dejar de besar los besos de Miles, cuando de pronto el aire gélido de la sierra cortó sus labios en estrías profundas. “Merecido castigo por pensar sus besos”, se dijo.

Antes miraba hacia la sierra antes de dormir y trataba de sentir a Miles a través de los kilómetros recorridos una y mil veces en el coche de su padre. Todos aquellos litros de gasolina y emocionantes inclemencias meteorológicas le habían enseñado a conducir. Curvas, prisas y hasta lágrimas en la noche. Nada la detuvo jamás.

Desde el hostión, en cambio, los cincuenta y siete kilos de su casi metro ochenta no cuadraban con el peso plúmbeo de su alma y luchaban contra ella cada mañana para levantarse de la cama. Sus párpados engordaban y achinaban sus ojos por días. Temía cumplir los treinta en un par de meses, mientras su piel vivía una segunda adolescencia. Qué nervios, por qué.

Lejos de maquinar y llevar a cabo las fechorías que disfrutaba desde niña, la desatornillada Valentina andaba por ahí como zombi y loquita triste, cu-cu. No había amante tente-en-vilo, ni emocionante viaje que sacaran el cerebro de Valentina del estado en el que se encontraba. Y eso que su vida no iba del todo mal:

Tímidamente despegando se encontraba la carrera de Valentina que, mientras se hacía un hueco en el mundo profesional, trataba de sacarse unas perrillas con actividades más o menos lucrativas. Al mismo tiempo trataba de aprender idiomas y de sacar adelante a una familia de monos afincados en su jardín. Su próximo reto era aprender parapente. Pero lidiar con el trabajo, los idiomas, los monos y el parapente era para Valentina como cargar sobre sus hombros un Panzer VIII.

Ya había habido un tiempo en el que Valentina se había sentido así. Un tiempo en el que había luchado por bajarse de una noria enfermiza que la zarandeaba entre el abatimiento y la euforia. Para ello, había tenido que aprender a saberse normal, palabra detestable por una parte, maravillosa por otra. “Ojalá todos conocieran sus varios significados”, mascullaba de cuando en cuando entre la amargura y el endiosamiento.

Finalmente se bajó de la noria, coincidiendo con la época en la que conoció a Miles. Pero después del cortocircuito cerebral que había provocado la súper hostia, la pobre infeliz no hacía más que repetirse “pero si soy muy maja, ¿¡por qué!?”, tirando a la basura el trabajo de varios años. Ella respondía sola a la pregunta: es lo que tienen las hostias, que hay para todos y el karma las devuelve una por una.

Qué pena, Valentina. Qué loquita, desconsolada y quasi-suicida estaba. “Un día de estos me tiro”, pensaba a veces. “Meteré la cabeza en el horno”, decía otros. Pero luego se negaba a tener semejantes ideas. De hecho, si algo podía reprocharle a Miles era que le hubiera enseñado a decir me-quiero-morir, y si algo había que no le gustara de él era precisamente eso.

Apagando el cigarro estaba Valentina cuando un pájaro que merodeaba por el patio alzó el vuelo. Valentina lo vio tomar velocidad y desaparecer a lo lejos. Como si nunca hubiera estado allí; como si allá le esperaran la verdad, el amor, la gloria. Entonces sí que se sintió sola. Aunque fuera injusto; sola. Sintió que el tiempo la juzgaba y pasaba lento. Y que nada, nunca, la calmaría.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Entre el recuerdo y las canas

Un espíritu joven espera sentado sobre una roca. Escucha el silencio parlante del monte, mientras lía entre sus curtidas manos algo de tabaco. Intenta inspirar profundamente el aire fresco de la mañana, pero una tos sucia y ronca se lo impide, recordándole el desgaste que han producido en sus pulmones los muchos pitillos que los han alimentado. Dirige su mirada hacia el pueblo, cambiado desde la primera vez que lo vio, pero entrañable como siempre. Queda algo de todas las vidas que lo han pisado.
Su largo cabello blanco, recogido en una coleta baja, no ha clareado tanto como anunciaban las entradas que nacieron cuando era joven. Hace juego con una tupida barba, escondite de un lunar al que pocas veces dejó ver el sol, que fue conocido sólo por unas pocas mujeres. Se enternece al recordar a algunas de ellas, mostrando entonces una perfecta sonrisa, algo oscurecida por el vicio y el tiempo.
Coloca el pitillo entre sus gruesos labios e inclina torpemente la cabeza para encenderlo. Saca un legajo arrugado de su bolsillo y un bolígrafo con el que escribe unas líneas que llevaban rato siendo pensadas; lo guarda todo de nuevo y extrae del interior de su americana una petaca con ron añejo. Tras darle un valiente trago que ruboriza sus mejillas, consume el pitillo con una profunda calada. Esconde el elixir y se quita la americana dejando al descubierto un envejecido tatuaje en el brazo derecho. No es lo único viejo. Todo él es viejo; más de lo que nunca imaginó que podría ser.

Un espíritu libre se acerca a la arena seca desde la orilla, tras haber dado un largo paseo por la playa. Se sienta despacio, con cuidado de que las piernas no fallen a su antes esbelta figura, y aprovecha el fresco de las primeras horas de la mañana.
El cabello largo, blanco y rizado se agita tratando de escapar del pañuelo que lo retira de la frente. Junto a las marcadas patas de gallo, huella de una viva expresividad, dos magnos ojos oscuros están ya algo cansados, pero conservan la profundidad cautivadora del pasado. Al recordar algunos de los momentos vividos desde esos ojos, se le escapa inevitablemente una sonrisa algo desordenada y deslucida. Contrasta con ella una marcada arruga en el ceño, reflejo de demasiados enfados. Las manos cubiertas de manchas por la edad sacan del bolso, a juego con un vestido aparentemente elegido al azar de entre los varios de su armario, un paquete de tabaco al que hace tiempo perdió la guerra.
Se coloca un cigarro entre los que fueron apetecibles labios, lo enciende con soltura y expulsa un discreto beso de humo. Cierra los ojos y se deja llevar lentamente al límite entre la locura y la prudencia... Nada como el roce de la arena bajo sus pies; nada como la luz y el calor del sol acariciando su cara; nada como el aroma del mar que el viento trae consigo; nada como la tranquilidad de haber vivido con alas... Abre los ojos y el horizonte le deja ver parte de la inmensidad palpable, mientras los pulmones lastimosos le ruegan que cuide su ya crónica asma.

Allí sentados, los dos espíritus disfrutaron por un instante de la soledad, dejando a sus sentidos deleitarse con la sencillez del mundo.
Muchos habían sido los momentos en los que habían buscado aquella soledad; pero muchos más los que habían extrañado una compañía altruista. Huyendo del desierto habían jugado y probado cuerpos que no dejaron poso. También probaron otros que fueron pinceladas de color. Parecía increíble que en los muchos años que llevaban recorriendo el camino hubiera sido tan difícil encontrar almas afines. Habían cometido errores y tomado decisiones acertadas y, con ello, podían afirmar que habían sido plenamente humanos. Con los ojos cerrados y sumidos en estos pensamientos, los dos espíritus se dejaron envolver por un recuerdo compartido, conectando el uno con el otro desde la distancia…


A lo lejos, a través del parque que adorna la ciudad, un chico muy triste cree advertir a la chica a la que lleva un rato esperando. En el graderío flanqueado por diferentes verdes ella ve cómo se levanta del suelo su cita.
El encuentro tiene voz aguda y huele a tabaco.
Cuando una hora de escasa conversación no da más de sí, lo mejor que se puede hacer es romper el hielo con un beso.
Los atardeceres son mucho más hermosos cuando se observan desde el cielo, pero las alturas asustan a los principiantes.
No esperaban elevarse unos centímetros del suelo.
Algunas veces, las condiciones atmosféricas permiten que en la ciudad se respiren a la vez las brisas del mar y la montaña, nítidas, penetrantes.
Es el momento perfecto para volar.
Y entonces las manos se mezclan con las espaldas, los senos y el cabello; los besos humedecen los labios y los sexos se buscan con un deseo acumulado por siglos.
No hay nada que pueda evitar lo que la naturaleza aguarda a dos espíritus que vuelan juntos: se enamoraron.


Los dos espíritus abrieron los ojos. Bajo la ropa, la brisa cosquilleó las formas de su piel. Su piel, una de las pocas certezas que tenían.
Deseo. Adelante.
Estar enamorado, vuelo efímero.
El amor, desde dentro. Sólo desde dentro.
El camino entre el recuerdo y las canas no era una certeza. Tampoco después de haberlo recorrido.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Uno de Luis Cernuda

No hace al muerto la herida,
hace tan sólo un cuerpo inerte;
como el hachazo un tronco
despojado de sones y caricias,
todo triste abandono al pie de cualquier senda.

Bien tangible es la muerte;
mentira, amor, placer no son la muerte.
La mentira no mata,
aunque su filo clave como puñal alguno;
el amor no envenena,
aunque como un escorpión deje los besos;
el placer no es naufragio,
aunque vuelto fantasma ahuyente todo olvido.

Pero tronco y hachazo,
placer, amor, mentira,
beso, puñal, naufragio,
a la luz del recuerdo son heridas
de labios siempre ávidos;
un deseo que no cesa,
un grito que se pierde
y clama al mundo sordo su verdad implacable.

Voces al fin ahogadas con la voz de la vida,
por las heridas mismas,
igual que un río, escapando;
un triste río cuya espalda aún refleja
las antiguas caricias,
el antiguo candor, la fe puesta en un cuerpo.

No creas nunca, no creas sino en la muerte de todo;
contempla bien ese tronco que muere
hecho el muerto más muerto,
como tus ojos, como tus deseos, como tu amor;
ruina y miseria que un día se anegan en inmenso olvido,
dejando, burla suprema, una fecha vacía,
huella inútil que la luz deserta.


Luis Cernuda
De Donde habite el olvido (XVI, 28-3-1933)

jueves, 1 de noviembre de 2012

Del abandono: desde el otro lado


Es el abandonado en la noche un rebelde sin causa.
El abandonado es terco, se niega y se retuerce, pataleta por bandera.
Niño.

Es el abandonado en la noche un desagradecido y un impaciente.
No sabe ver el brillo de las estrellas. No sabe esperar a que llegue el día.
Adolescente.

Es el abandonado en la noche un revolucionario.
No se conforma, no acepta. Cree en un mundo de amor verdadero.
Joven.

Es el abandonado en la noche un dolido.
Cómo ha podido hacerme esto a mí.
Despechado.

Es el abandonado en la noche uno que sabe.
Brillan las estrellas, pero son inalcanzables. No hay que dejarse engañar.
Maduro.

Es el abandonado en la noche un conservador.
No valora la oportunidad de una nueva condición, añora lo obsoleto.
Viejo.


En el tiempo del abandonado todo
es fugaz.

No se valora lo perenne, siempre hace falta más.

En el tiempo del abandonado se confunden
el deseo,
el enamoramiento,
el amor.

En el tiempo del abandonado no hay compasión ni piedad.


Por eso hay muchos abandonados en su tiempo.
Tiempo
en el que ni los poetas escapan a las trampas del tiempo.
Tiempo
en el que el abandonado y el bienamado no son tan distintos.

domingo, 3 de junio de 2012

El relato de la chica que llora

Vagón de metro

La chica de la falda rara lleva un par de minutos de pie, recostada sobre la barra vertical, mientras espera a que el metro arranque. En el bolsillo de su jerseicillo negro, doce botones dorados alborotan entre el papel marrón que los envuelve, emocionados tras haber sido elegidos de entre los miles de la tienda. La chica de la falda rara observa.
La chica que llora entra en el vagón y lo atraviesa de lado a lado. Echa un último vistazo al andén antes de que las puertas se cierren y el tren arranque. Entonces llora. Llora muchísimo. Solloza, gime, resopla. Su llanto es azul y rosa, piensa la chica de la falda rara. No puede contenerse; sufre tanto que no puede contenerse.
La última vez que la chica de la falda rara sufrió tanto como para llorar así, aguantó el chaparrón como pudo en la calle, en el metro y en el autobús. Agradeció que los demás respetaran el esfuerzo que hacía por no dar el número. Agradeció que nadie se le acercara. Finalmente estalló en la esquina de al lado de su casa y, naturalmente, no pudo parar de llorar en tres días.
Pero la chica que llora no se contiene. Hace pucheros, se calma, piensa en su desgracia y vuelve a llorar. Todos en el metro la miran de reojo, cohibidos, como se han quedado los botones dorados del bolsillo del jersey de la chica de la falda rara, y se hacen los suecos. Y la chica que llora les mira uno a uno ahogando un grito de auxilio, de amenaza, de vergüenza o de soberbia, no está claro, piensa la chica de la falda rara. ¿Quiere que nos demos por aludidos? Debería acercarme a ella. Porque llora. Porque me mira a los ojos mientras llora azul y rosa.
La chica de la falda rara se apeará en la próxima parada y la urgencia se apodera de ella, porque tiene que tomar la tremendamente compleja decisión de acercarse o no a la chica que llora y regalarle un ápice de calor humano antes de desaparecer de su vida para siempre y constar en su biografía como una de aquellas estatuas de hielo que había aquel día en el metro.
El metro empieza a frenar. De acuerdo, piensa la chica de la falda rara, cuando se abra la puerta, antes de salir, tocaré en el hombro a la chica que llora, la miraré a los ojos con dulzura y le diré “ánimo”. La chica de la falda rara se siente orgullosa. Soy un buen ser humano. De pronto le da vergüenza y entonces se avergüenza. Cómo somos, todos evitando a la chica que llora. No, yo soy distinta, llevo una falda rara, llevo botones dorados en el bolsillo y voy a hablar con la chica que llora. Pero, entonces, un señor que también va a apearse se para frente a la puerta, interponiéndose entre la chica de la falda rara y la chica que llora. La puerta se abre, la chica de la falda rara se apea y saca las llaves del coche mientras camina a ritmo de ciudad. Adiós a la chica que llora.

Autobús

Un mes después, la chica de la falda rara se ha puesto unos vaqueros y una camiseta, como hace todos los días salvo cuando quiere parecerse a Amélie. Hoy no lleva botones en los bolsillos. Está sentada en la tercera fila de la izquierda, en el lado de la ventana. Su sitio favorito. A la chica de la falda rara le gusta mirar a la gente que entra en el autobús, para intentar descubrir algo de sus vidas. Elucubra y disfruta. A la chica de la falda rara le gustan las personas. Una señora mayor que lleva pantalones rojos y blusa estampada, lleva un pastel cubierto con papel de plata. Huele el pastel, huele la señora. Una chica impoluta se quita las enormes gafas de sol y se echa encima treinta años. Un señor se sienta con dificultad mientras se guarda la cartera en el bolsillo derecho del pantalón. La chica que llora. ¡La chica que llora está en mi autobús y ya no llora! Piensa la chica de la falda rara. ¡Y está en mi autobús!
La chica que ya no llora mira a la chica de la falda rara y ella le devuelve la mirada para que sepa que la reconoce y que siente lo del otro día. Pero la chica que ya no llora desprecia el afecto o le da vergüenza. La chica de la falda rara recuerda lo mal que se sintió por ser incapaz de acercarse y se enfada con la chica que ya no llora, porque ahora que se siente mejor parece tan fría como los demás. Ahora que se siente mejor ya no es rosa, mejillas latientes, sólo azul, ojos bonitos.
La chica de la falda rara desconfía de todos. Del chico pelirrojo del metro que estuvo veinte minutos seguidos sin parar de sonreír. Del señor de piel oscurecida y pocos dientes que se quedaba dormido sobre la puerta del metro mientras pedía. Del que pedía porque acababa de salir de la cárcel y no tenía nada. De las andaluzas que un día escribieron su teléfono en un papel que mostraron a ella y a sus amigos a través de la ventana del metro para ser amigos. Farsante la gente del metro...

Vagón de metro

La chica que ya no llora se sube en el mismo vagón que la chica de la falda rara. Se miran de reojo, reprochándose o reconociéndose sin más. Esta vez, la chica que ya no llora se baja antes y camina a ritmo de ciudad, dedicándole una última mirada a través de la ventana a la chica de la falda rara. 

viernes, 13 de abril de 2012

He vuelto a perder las gafas

-         ¡Hola! ¿Estás?
-         Sí, ¿quién eres?
-         ¡Soy Yo!
-         Mm... ¿Te importa acercarte un poco más? Es que no te veo bien.
-         Sí, claro. ¿Mejor ahora?
-         Uf... Es que estás como borrosa.
-         ¿En serio?
-         Sí, es como si te estuviera mirando a través de las gafas de otra persona.
-         A ver si es que te has puesto unas gafas que no son tuyas...
-         ¿A ver...? Joder, me he vuelto a equivocar.
-         Deja esas gafas donde las encontraste, anda, que alguien las estará buscando.
-         Sí, sí, pero ahora me toca buscar las mías y no veo nada.
-         Siempre te pasa igual. Te pones las gafas de los demás y no te sirven.
-         Ya, joder, ya.
-         Busca con calma. Pero una vez en tu mano, no las sueltes. Confía en que son esas las que valen, ¡las tuyas!
-         Pues nada, otra vez a tientas hasta que las encuentre.